jueves, 19 de marzo de 2009

La tormentosa noche.

Suplicaba tranquilidad a su corazón mientras se acercaba al umbral de su destino. Sacó las llaves, que el padre de Rebeca le había dado después de verle como un hijo tras las continuas visitas a su desgraciada hija. Entró al patio de la casa, dejando huellas en la alfombra azul debido a la tormenta que gritaba y lloraba incesantemente. LLamó al ascensor, pero no podía esperar, no más. Subió las escaleras de tres en tres. Aquellos cinco pisos, que normalmente eran sinónimo de alegría, esa noche se convirtieron en el mismo infierno, la peor de las torturas.

No entendía esa sensación que le avisaba y perforaba desde dentro, no sabía el porque, pero eso era lo de menos. Él sólo tenía aqué temor irracional de que Rebeca estaba en peligro, que algo desastroso para su alma iba a pasar. Tenía que ser rápido.

Al llegar a la puerta, necesitó de tres intentos para encajar la llave y hacerla girar, gracias a dios no estaba con el cerrojo puesto, tal vez llegase a tiempo, "debes llegar a tiempo", le susurraba una voz interior.
Entró tropezando debido a la descoordinación de mente y cuerpo. Divisó a Rodrigo, el padre de Rebeca, en mitad del pasillo y cabizbajo contra la pared. Rodrigo giró lentamente la cabeza, sus ojos gritaban desesperación, dolor y una agonía la cual aún sabiendo que llegaría, no estaba preparado todavía.

Se quedó petrificado, en estado de shock, intentando engañarse a si mismo ante la imposibilidad de las palabras que los ojos, del que era un padre para él, le emitía como un virús mortal inyectado al alma. Tras un breve pero intenso periodo de tiempo, empezó a caminar temiendo haberse olvidado de como se hacía. Llegó a la puerta que simbolizaba el paraíso, la felicidad. La abrió lentamente con la yema de los dedos y vió a Carla, la madre de Rebeca, postrada de rodillas sobre la cama de su hija y sosteniendo su inerte mano, llorando desconsoladamente, gritando por dentro.

Se acercó hasta al pie de la cama, sin respirar, con el pulso casi paralizado y la vista borrosa hasta que al fin la vió. Rebeca estaba preciosa como siempre, con su delicada y translúcida piel y su faz perfecta de mejillas normalmente rosadas, normalmente.
Se acercó a un lado de la cama, se inclino a sus labios esperando lo imposible, un leve suspiro de vida, que le diera la bienvenida y saborear su dulce aliento. Sus lágrimas, tímidamente empezaron a asomarse, caían como lluvia sobre un verde y paradisiaco valle. Apoyó su cabeza sobre el frío pecho de Rebeca, silenciosamente le empezó a susurrar y a pedir su perdón, perdón por llegar tarde, perdón por no haberle dicho nunca con palabras lo que sentía, lo que esa noche iba a confesarle. Simple y complicadamente, perdón.

Se puso en pie, miró a Carla, ésta le devlvió la triste mirada, volvío la vista a su amor y con el leve sonido de voz y las pocas palabras que pudo articular, dijo: Voy a ir a buscarte.

Salió más ligero y ágil que como entró, Carla y Rodrigo, sabiendo lo que se porponía hacer su "hijo", le dijeron adiós.

Fue a la plaza en la que siempre le leía poemas, a veces propios, a veces no. Donde le narraba historias fantásticas y mágicas, con las que Rebeca reía, imaginaba, soñaba. Acercándose a la estatua testigo de la relación, a su confesora y amiga, sacó la daga que le dejó su padre antes de morir.
Y recitando el último verso del último poema que le dedicó a su único amor, se la clavó desgarrándose y atravesando alma y corazón.

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